Ya lo hizo una vez, hace no mucho tiempo, a través de su cuenta de Twitter, pero esta vez lo ha hecho con todas las palabras y todas las letras, durante la entrega de premios 'Ortega y Gasset' de periodismo, que entrega 'El País', a los que han acudido diferentes personalidades políticas y del mundo de los medios de comunicación.
Ante ese foro ha hecho el periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte una defensa tremendamente emotiva del periodismo. Pero no de cualquier periodismo, sino del que es capaz de generar algo de 'miedo' entre los poderosos y de este modo ponerle freno a la impunidad. La defensa ha sido, por tanto, también una crítica al periodismo actual, cada vez más dócil, en opinión del escritor, especialmente en España.
A continuación reproducimos su discurso íntegro. Se titula ‘Sobre miedo, periodismo y libertad’ y aunque es bastante extenso, no tiene desperdicio y merece la pena leerlo hasta el final.
“Hace medio siglo recibí la más importante lección de periodismo de mi vida. Tenía 16 años, había decidido ser reportero, y cada tarde, al salir del colegio, empecé a frecuentar la redacción en Cartagena del diario La Verdad. Estaba al frente de esta Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los diarios de entonces, escéptico, vivo, humano. Empezó a encargarme cosas menudas, para foguearme, y un día que andaba escaso de personal me encargó que entrevistase al alcalde de la ciudad sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político quizás era demasiado para mí, y que tenía miedo de hacerlo mal, el veterano me miró con mucha fijeza, se echó atrás en el respaldo de la silla, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca: “¿Miedo?... Mira, chaval. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti”.
Pienso en eso a menudo. Y últimamente, en España, más todavía. Ninguna de la media docena de certezas, de lecciones fundamentales que he ido adquiriendo con el tiempo, supera esas palabras que un viejo zorro de redacción dirigió a un inseguro aprendiz de periodista: Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti. Todo el periodismo, su fuerza, su honradez, hasta su épica, se resume en esas magníficas palabras. En esa declaración segura de sí, casi arrogante, formulada por un humilde redactor de provincias.
Miedo, es la palabra. No hay otra. O al menos, no la conozco. Miedo del alcalde correspondiente, o su equivalente, ante el bloc y el bolígrafo, o lo que los sustituya hoy, manejados por una mano profesional, eficaz y honrada en los términos en que el periodismo puede considerarse como tal. He escrito alguna vez, recordando siempre a Pepe Monerri, que el único freno que conocen el político, el financiero o el notable, cuando llegan a situaciones extremas de poder, es el miedo. En un mundo como este, donde las ingenuidades y las simplezas de mecherito en alto y buen rollo a menudo son barajadas por los canallas, como instrumento, y creídas por los tontos útiles que ofician de ganado lanar y carne de cañón, ese es el único freno real. El miedo. Miedo del poderoso a perder la influencia, el privilegio. Miedo a perder la impunidad. A verse enfrentado públicamente a sus contradicciones, a sus manejos, a sus ambiciones, a sus incumplimientos, a sus mentiras, a sus delitos. Sin ese miedo, todo poder se vuelve tiranía. Y el único medio que el mundo actual posee para mantener a los poderosos a raya, para conservarlos en los márgenes de ese saludable miedo, es una prensa libre, lúcida, culta, eficaz, independiente. Sin ese contrapoder, la libertad, la democracia, la decencia, son imposibles.
Nunca en esta democracia, como en los últimos años, se ha visto un maltrato semejante en España del periodismo por parte del poder. Aquel objetivo elemental, que era obligar al lector a reflexionar sobre el mundo en el que vivía, proporcionándole datos objetivos con los que conocer este, y análisis complementarios para mejor desarrollar ese conocimiento, casi ha desaparecido. Parecen volver los viejos fantasmas, las sombras siniestras que en los regímenes totalitarios planeaban, y aún lo hacen, sobre las redacciones. Lo peligroso, lo terrible, es que no se trata esta vez de camisas negras, azules, rojas o pardas, fácilmente identificables. La sombra es más peligrosa, pues viene ahora disfrazada de retórica puesta a día, de talante tolerable, de imperativo técnico, de sonrisa democrática. Pero el hecho es el mismo: el poder y cuantos aspiran a conservarlo u obtenerlo un día no están dispuestos a pagar el precio de una prensa libre, y cada vez se niegan a ello con más descaro. Basta ver las ruedas de prensa sin preguntas, el miedo a comparecencias públicas, los debates electorales donde son los políticos y sus equipos, no los periodistas desde la libertad, quienes establecen el formato. Como si hubiera, además, que agradecerles la concesión. Y la sumisión de los periodistas, y de los jefes de esos periodistas, que aceptan ese estado de cosas sin rebelarse, sin protestar, sin plantarse colectivamente, con gallardía profesional, frente a la impune soberbia de una casta a la que, en vez de dar miedo, dan, a menudo, impunidad, garantías y confort.
Aterra la docilidad con la que últimamente, salvo concretas y muy arriesgadas excepciones, el periodismo se pliega en España a la presión del poder. Creo que nunca se ha visto, desde que se restauró la democracia, un periodismo tan agredido por el poder político y financiero. Y nunca se ha visto tanta mansedumbre, tanta resignación en la respuesta. Apenas hay afán por buscar, por investigar, excepto cuando se trata de servir intereses particulares. Entonces, para procurar munición al padrino que a cada cual corresponde o se ha buscado para sobrevivir, entonces sí hay luz verde, y hay medios, hasta que se topa con la línea roja correspondiente a cada cual: la banca, la telefonía, la publicidad, el nacionalismo correspondiente, la Iglesia, tal o cual sigla de partido, lo socialmente correcto llevado hasta extremos de estupidez. Y en pocos casos se trata de hacer reflexionar al lector sobre esto o aquello. Se trata, por lo general, de imponerle una supuesta verdad. Y ese parece ser el triste objetivo del periodismo español de hoy: no ayudar al ciudadano a pensar con libertad. Solo convencerlo. Adoctrinarlo.
España es un lugar con una larga enfermedad histórica que se manifiesta, sobre todo, en un devastador desprecio por la educación y la cultura, y una siniestra falta de respeto intelectual por quien no comparte la misma opinión. Por el adversario. Siempre creí, porque así me lo enseñaron de niño, que los únicos antídotos contra la estupidez y la barbarie son la educación y la cultura. Que, incluso con urnas, nunca hay democracia sin votantes cultos y lúcidos. Y que los pueblos analfabetos nunca son libres, pues su ignorancia y su abulia política los convierten en borregos propicios a cualquier esquilador astuto, a cualquier manipulador malvado. A cualquier periodismo deshonestamente mercenario.
Y así, con frecuencia, aquí todo asunto polémico se transforma, no en debate razonado, sino en un pugilato visceral del que está ausente, no ya el rigor, sino el sentido común. Apenas existe en los medios españoles un debate solvente político, social o cultural merecedores de ese nombre, sino choques de posturas. Diálogos de sordos, a menudo en términos simples, clichés incluidos, de derecha e izquierda. La presencia de nuevas formaciones políticas que buscan espacios distintos no varía la situación. Se sigue buscando situarlas en uno u otro de los tradicionales, como si de ese modo todo fuese más claro. Más definido. Más fácil de entender.
Destaca, significativa y terrible, la necesidad de encasillar. En España parece inconcebible que alguien no milite en algo; y, en consecuencia, no odie cuanto quede fuera del territorio delimitado por ese algo. Aquí, reconocer un mérito al adversario es tan impensable como aceptar una crítica hacia lo propio. Porque se trata exactamente de eso: adversarios, bandos, sectarismos heredados, asumidos sin análisis. Toda discrepancia te sitúa como enemigo, sobre todo en materia de nacionalismos, religión o política. Me pregunto muchas veces de dónde viene esa vileza, esa ansia de ver al adversario no vencido o convencido, sino exterminado. Y quizá sea de la falta de cultura. De ciudadanos simples surgen políticos simples, como los que muestran esos telediarios en los que, al oír expresarse a algunos políticos casi analfabetos (y casi analfabetas, seamos socialmente correctos), te preguntas: ¿Por quién nos toman? ¿Cómo se atreven a hablar en público? ¿De dónde sacan esa cateta seguridad, esa contumaz desvergüenza?... Sin embargo, la falta de cultura no basta para explicarlo, pues otros pueblos tan incultos y maleducados como nosotros se respetan a sí mismos. Quizá esa Historia que casi nadie enseña en los colegios pueda explicarlo: ocho siglos de moros y cristianos, el peso de la Inquisición con sus delaciones y envidias, la infame calidad moral de reyes y gobernantes.
Pues bien. Ese “conmigo o contra mí” envenena, también, las redacciones. Los veteranos periodistas recordarán que en los años de la Transición, y hasta mucho después, la línea ideológica, el compromiso activo de un medio informativo, los llevaban el quipo de dirección, columnistas y editorialistas, mientras que los redactores y reporteros de infantería, honrados mercenarios, eran perfectamente intercambiables de un medio a otro. Un periodista podía pasar de Pueblo al Arriba, a Informaciones, a Diario 16 o a El País con toda naturalidad. Incluso redactores de El Alcázar, la ultraderecha de la derecha, tuvieron vidas profesionales en otros medios. Ahora, eso es casi imposible. Las redacciones están tan contaminadas de ideologías o actitudes de la empresa, se exige tanta militancia a la redacción, que hasta el más humilde becario que informa sobre un accidente de carretera se ve en la necesidad de dar en su folio y medio un toquecito, una alusión política, un puntazo en tal o cual dirección, que le garantice, qué remedio, el beneplácito de la autoridad competente. Y ya que hablo de sucesos, está bien recordar que hasta los sucesos, los accidentes, las desgracias, son tratados ahora por los medios, a menudo, según el parentesco político más cercano. Según sea la militancia de los responsables reales o supuestos. Y a veces, hasta de las víctimas.
Apenas hay periodismo político real en España, sino declaraciones de políticos y cuanto en torno a ellos se genera. Raro es el trabajo periodístico que no incluye declaraciones de políticos a favor o en contra, marginando el interés del hecho en sí para derivarlo a lo que el político opina sobre él, aunque esa opinión sea una obviedad o un lugar común, o quien habla maneje mecanismos expresivos o culturales de una simpleza aterradora. Lo que cuenta es que el político esté ahí. Que adobe y remate el asunto. Hasta el silencio de un presidente o un ministro se considera noticia de titulares de prensa. Por modesta o mediocre que sea a veces, la figura del político asfixia a todas las otras. Hasta en la prensa local del más humilde pueblo español, las páginas abundan en politiqueo municipal, convirtiendo cualquier menudo incidente concejil en asunto de supuesto interés público. Los mecanismos internos más aburridos de cualquier formación política importante se examinan hasta el agotamiento. En mi opinión, las horas que un tertuliano de radio o televisión dedica en España a analizar la mecánica interna de los partidos no tienen equivalente en el mundo democrático
Todo eso agota al lector, al oyente, al telespectador. Lo aburre y lo expulsa del debate, haciendo que vuelva la espalda a la política, haciéndolo atrincherarse allí donde las palabras reflexión y lucidez desaparecen por completo. Tampoco ayudan a ello las voces que en ocasiones el periodismo pone sobre la mesa, como algunos tertulianos y opinadores profesionales alineados con tal o cual postura, o que han ido readaptándola cínicamente en los últimos 40 años, de modo que antes de que abran la boca ya sabes, según el individuo y el momento, lo que van a decir. Del mismo modo que reconoces tal o cual emisora de radio, en el acto, por el tono de sus intervinientes, aunque ignores el nombre de estos. Igual que con alguien en la calle, a los pocos minutos de conversación, sabes exactamente que periódico lee o que emisora de radio escucha.
Para cualquier lector atento de varios medios, es evidente que el periodismo en España se ha contaminado de ese ambiente enrarecido, de ese sesgo peligroso que tanto desacredita las instituciones en los últimos tiempos y del que son responsables no solo los políticos, ni los periodistas, sino también algunos jueces demasiado atentos a los mecanismos de la política, el periodismo y la llamada opinión pública. Y tampoco la crisis económica contribuye a las deseadas libertad e independencia. La inversión publicitaria pasó de 2.100 millones de euros en 2007 a menos de 700 en 2013. Eso aumenta la tentación de cobijarse bajo los poderes establecidos, y el periodismo como contrapoder se vuelve un ejercicio peligroso. Por sus propios problemas, algunos medios deciden no ir contra nadie que tenga poder o dinero. Y surge otro serio enemigo del periodismo honrado: la autocensura. Cuando el redactor jefe, en vez de animarte, te frena. Nos gusta ver en las películas cómo periodistas intrépidos consiguen la complicidad y el aliento de sus superiores; pero eso, aunque por fortuna ocurre a veces, no es aquí el caso más frecuente. No se practica con igual entusiasmo en las redacciones, más atentas a notas de prensa de gabinetes que a patear el asfalto. Y así, los partidos, las grandes empresas de la banca, las comunicaciones y la energía, entre otras, aprovechan la dependencia de los medios para dar por supuesta, cuando no imponer, la autocensura en las redacciones.
Supongo que habrá soluciones para eso. Posibilidades de cambio y esperanzas. Pero no es asunto mío buscarlas. No soy sociólogo, ni político. Apenas soy ya periodista. Solo soy un tipo que escribe novelas, que fue reportero en otro tiempo. Y hoy, puesto que aquí me han emplazado a ello, traigo mi visión personal del asunto, parcial, subjetiva, que pueden ustedes olvidar, con todo derecho, en los próximos cinco minutos. La transición del papel a lo digital, los productos de pago en la red, la eventualidad de que nuevos filántropos, capital riesgo y empresarios particulares unan sus esfuerzos para hacer posible un periodismo solvente y de calidad, son posibilidades ilusionantes que sin duda serán abordadas por quienes aún creen que solo un periodismo que pide cuentas al poder, en cualquier forma de soporte inventada o por inventar, tiene futuro. Esa es, y será siempre, la verdadera épica del periodismo y de quienes lo practican: pelear por la verdad, la independencia y la libertad de información pagando el precio del riesgo, en batallas que pueden perderse, pero que también se pueden ganar. Haciendo posible todavía, siempre, que un alcalde, un político, un financiero, un obispo, un poderoso, cuando un periodista se presente ante ellos con un bloc, un bolígrafo, un micrófono o lo que depare el futuro, sigan sintiendo el miedo a la verdad y al periodismo que la defiende. El respeto al único mecanismo social probado, la única garantía: la prensa independiente que mantiene a raya a los malvados y garantiza el futuro de los hombres libres.”
Nota : pongo estos tres refranes para que el lector tenga cuidado con lo que lee. Es muy facil manipular a la gente, todo el cuidado es poco. Hay que CUESTIONARSE lo que se lee, CONTRASTARLO y luego CADA UNO DEBE LLEGAR A SUS PROPIAS CONCLUSIONES.
** Soy un EMPRESARIO JUBILADO que me limito al ARCHIVO de lo que me voy encontrando "EN LA NUBE" y me parece interesante. **
** Lo intento hacer de una forma ordenada/organizada mediante los blogs gratuitos de Blogger. **
** Utilizo el sistema COPIAR/PEGAR, luego lo archivo. ( Solo lo INTERESANTE, según mi criterio). **
** Tengo una serie de familiares/ amigos/ conocidos (yo le llamo "LA PEÑA") que me animan a que se los archive para leerlo ellos después. **
** Los artículos que COPIO Y PEGO EN MI ARCHIVO o RECOPILACIÓN (cada uno que le llame como quiera), contienen opiniones con las que yo puedo o no, estar de acuerdo. **
** Si te ha gustado la publicacion, lo mejor que debes hacer es ir al blog/pagina del autor y DEJAR UN COMENTARIO. En mi blog no puedes dejar comentarios, pero si en el del autor. **
** Cuando incorporo MI OPINIÓN, la identifico CLARAMENTE, con la única pretensión de DIFERENCIARLA del articulo original. **
** Pido perdon por MIS limitaciones literarias. El hacerlo mejor (no mucho) me cuesta dedicarle MAS TIEMPO, y la verdad es que (ademas de no tener tiempo) tengo poca paciencia, por ello, y nuevamente, pido disculpas por las susodichas limitaciones. **
** Mi correo electrónico es vredondof (arroba) gmail.com por si quieres que publique algo o hacer algún comentario. **
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Todos quienes lo oyeron dicen que hablaba con la misma elegancia e inteligencia que escribía, en un español rico y fluido, muy seguro de sí mismo, con ciertos desplantes vanidosos que no ofendían a nadie por la enorme cultura que exhibía y la claridad con que era capaz de desarrollar los temas más complejos. La doctora Margot Arce, que fue su alumna, me contaba en Puerto Rico, medio siglo después de haberlo oído, el silencio reverencial y extático que su palabra imponía a su auditorio. Me lo imagino muy bien; incluso cuando uno lo lee —y yo lo he leído bastante, siempre con placer— tiene la sensación de estarlo oyendo, porque en su prosa clara y frondosa hay siempre algo de oral.
El filósofo quiso democratizar España, volverla europea mediante la persuasión; en eso consistía su liberalismo. Pero la desilusión con la República y la sublevacion fascista enterraron su proyecto
Me hubiera gustado escuchar una conferencia de Ortega y Gasset, o, mejor todavía, seguir alguno de sus cursos. Todos quienes lo oyeron dicen que hablaba con la misma elegancia e inteligencia que escribía, en un español rico y fluido, muy seguro de sí mismo, con ciertos desplantes vanidosos que no ofendían a nadie por la enorme cultura que exhibía y la claridad con que era capaz de desarrollar los temas más complejos. La doctora Margot Arce, que fue su alumna, me contaba en Puerto Rico, medio siglo después de haberlo oído, el silencio reverencial y extático que su palabra imponía a su auditorio. Me lo imagino muy bien; incluso cuando uno lo lee —y yo lo he leído bastante, siempre con placer— tiene la sensación de estarlo oyendo, porque en su prosa clara y frondosa hay siempre algo de oral.
La biografía que acaba de publicar Jordi Gracia (Taurus), muestra un Ortega y Gasset mucho menos recio y firme en sus ideas y convicciones de lo que se creía, un intelectual que de tanto en tanto experimenta crisis profundas de desánimo que paralizan esa energía que, en otras épocas, parece inagotable, y lo lleva a escribir, estudiar y meditar sin tregua, durante semanas y meses, produciendo artículos, ensayos, una correspondencia ingente, dando clases y conferencias y desarrollando al mismo tiempo una labor editorial que dejaba una huella importante en la cultura de su tiempo. Muestra, también, que ese trabajador infatigable era, como un Isaiah Berlin, prácticamente incapaz de planear y terminar un libro orgánico, pese a tener la intuición premonitoria de tantos, que nunca llegaría a escribir, porque la dispersión lo ganaba. Por eso fue, sobre todo, un escritor de artículos y pequeños ensayos, y, sus libros, todos ellos con excepción del primero —las Meditaciones del Quijote— recopilaciones o inconclusos. Nada de eso empobrece ni resta originalidad a su pensamiento; por el contrario, como ocurre con los textos casi siempre breves de Isaiah Berlin, los artículos de Ortega son generalmente algo mucho más rico y profundo que lo que suele ser un artículo periodístico, planteamientos, exposiciones o críticas que a menudo abordan temas de muy alto nivel intelectual y cargados de sugestiones a veces deslumbrantes y, sin embargo, siempre asequibles al lector no especializado.
Por eso ha hecho muy bien Jordi Gracia rastreando como un sabueso toda la trayectoria de los artículos de Ortega y Gasset ; es la más segura manera de acercarse a su intimidad de pensador y de escritor, de averiguar cómo discurría en él su vocación de filósofo y de literato. Todo comenzaba por una idea o una intuición que volcaba en un artículo (a veces en varios). De allí, ese embrión pasaba la prueba de una clase o una charla pública y, enriquecido, cuajaba en un ensayo. Aunque muchas veces tenía la idea de prolongarlo en un libro, por lo general no pasaba de allí, porque otra intuición, hallazgo o invención genial lo desviaba a otro artículo, que, luego, siguiendo el mismo itinerario, terminaba desembocando en uno de esos ensayos —con frecuencia excelentes y a menudo soberbios— que son la columna vertebral de su obra y que ocuparon gran parte de su vida.
Jordi Gracia muestra también que la vocación política fue tan importante en Ortega como la intelectual. En su juventud, en su temprana y media madurez, ambas vocaciones se fundían en una sola ; quería ser un gran pensador y un gran escritor para cambiar a España de raíz, volverla europea, modernizarla, democratizarla, lo que para él —como para los intelectuales que atrajo a la Agrupación al Servicio de la República— significaba llevar a gobernar el país a sus hijos más cultos, inteligentes y decentes, en vez de esa clase política que desprecia por mediocre, falta de ideas y de creatividad, acomodaticia y cínica. A tratar de formar un movimiento que materialice ese proyecto dedica buena parte de su tiempo, pues él está convencido que se trata de una acción cultural, de diseminación de ideas nuevas y fértiles, y eso explica que se vuelque de ese modo a una tarea periodística, en diarios y revistas, convencido de que esa es la mejor manera de cambiar la política en uso, contagiando entusiasmo por unas ideas y unos valores que deben llegar al gran público de la misma manera que llegaban a sus estudiantes: a través de la persuasión. En eso consistía lo que él llamaba su “liberalismo”, aunque, muchas veces, le añadiera la palabra socialismo, para indicar que aquella revolución cultural de la vida política no estaría exenta de un fuerte contenido social. La República le pareció que era el régimen más propicio para aquella transformación política de España.
Sin embargo, aquellos no eran tiempos para la sana controversia de las ideas como quería Ortega, sino la de los fanatismos encontrados en la que los insultos y las pistolas reemplazaban rápidamente los debates y los diálogos entre los adversarios. Este será el gran fracaso de Ortega, la absoluta inoperancia de aquella pacífica revolución cultural que proponía y que, primero la violenta experiencia republicana y luego la sublevación fascista y la guerra enterrarían por más de medio siglo.
El libro de Jordi Gracia da cuenta pormenorizada y con admirable objetividad de la traumática experiencia que significó para Ortega el desmoronamiento de todos sus anhelos políticos. Primero, la desilusión que tuvo con la República que no se parecía en nada a aquella ilustrada coexistencia en la diversidad que había previsto, y, luego, la sublevación militar y la Guerra Civil. La impotencia lo condujo al silencio. Pero nunca traicionó su propio ideal, aunque admitiera que, en esa circunstancia, era simplemente impracticable, desprovisto de toda realidad. El silencio que guardó en tantos años de exilio, en Francia, en Portugal, en Argentina, desprestigió a Ortega a los ojos de muchos. Yo creo que fue un acto de gran coraje tratar de mantenerse al margen, sin tomar partido, por dos opciones que le parecían igualmente inaceptables: el fascismo y una república muy poco democrática, dominada por los extremismos sectarios.
Creo que fue un gran error de su parte volver a España en plena dictadura, creyendo ingenuamente que con la posguerra el régimen se abriría; y la verdad es que lo pagó caro, pues, como muestra con lujo de detalles Jordi Gracia, a la vez que seguía siendo atacado (y silenciado) con ferocidad por el nacional catolicismo, ciertos sectores falangistas trataban de apropiárselo, sembrando la confusión en torno de él, al extremo de que seguidores suyos tan fieles como María Zambrano llegaran a creer que había traicionado sus viejos ideales. Nunca los traicionó; hasta el fin de sus días fue laico y ateo y defensor de una democracia liberal signada por la tolerancia. Al mismo tiempo, pese a la incomodidad política permanente en la que pasó sus últimos años, su vitalidad intelectual nunca cesó de manifestarse, en ensayos y artículos que recobraban a veces el vigor expresivo y la riqueza creativa de antaño. El reconocimiento que tuvo en los últimos años fue en el extranjero, en Alemania sobre todo, pero también en Inglaterra y en Estados Unidos. En España, en cambio, y hasta hoy día, nunca se le ha reivindicado del todo, porque, para unos, es una figura ambigua y reticente, que mantuvo durante la Guerra Civil y la inmediata posguerra un silencio cobarde que constituía una discreta complicidad con los fascistas, o un conservador de viejo cuño, inadaptado e irremisiblemente enemistado con la modernidad.
Uno de los grandes méritos del libro de Jordi Gracia es que, sin excusarle ninguna de sus equivocaciones y errores políticos, ni dejar de señalar cómo a veces la vanidad lo cegaba y lo llevaba a exagerar sus exabruptos, hecho el balance, Ortega y Gasset es uno de los grandes pensadores de nuestra época, y que, precisamente en el tiempo en que vivimos —no en el que él vivió— sus ideas políticas han sido en buena medida confirmadas por la realidad. Leerlo ahora no es un quehacer arqueológico, sino una inmersión en un pensamiento candente, muy provechoso para encarar la problemática actual, a la vez que disfrutar del placer exquisito que produce un escritor que pensaba con gran libertad y originalidad y expresaba sus ideas con la belleza y la precisión de los mejores prosistas de nuestra lengua.
El filósofo quiso democratizar España, volverla europea mediante la persuasión; en eso consistía su liberalismo. Pero la desilusión con la República y la sublevacion fascista enterraron su proyecto
Jorge Mario Pedro Vargas Llosa (Arequipa, 28 de marzo de 1936), I marqués de Vargas Llosa, conocido como Mario Vargas Llosa, es un escritor peruano, que ...
José Ortega y Gasset (Madrid, 9 de mayo de 1883 – ibídem, 18 de octubre de 1955) fue un filósofo y ensayista español, exponente principal de la teoría del ...
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