-Escuche, ¡sé quién es usted!
Me volví sorprendido por la extraña voz ronca que nacía amenazadora a mi espalda. Vi solo un viejo que llevaba algo parecido a una caja metálica, como de galletas, contra su pecho. Miré de arriba abajo aquella extraña aparición en aquel escenario de escombros, tratando de ocultar el compacto equipo de exploración que portaba, mientras ganaba tiempo en la conversación con él.
-¿Dice que me conoce?
- Si, es usted uno de ellos, de los alemanes.
-Creo que me confunde, me llamo Olav, Olav Andersen. Intenté ser amistoso y extendí mi mano, pero me pareció que no distinguía bien los movimientos.
-No quiero verle por aquí husmeando, ¡esta es mi casa!
Me espetó amenazante, antes de alejarse tan rápido como pudo por el único camino que accedía a aquel fiordo en medio de la nada. Recogí los detectores y los metí en el pequeño Ford que había alquilado. Desde esta reducida isla de extrañas y oscuras formaciones rocosas e idílico tapiz verde, cruzando un largo y moderno puente, curvado en el centro, se desembocaba en tierra firme.
El cartel decía Hotel y parecía abierto. Noté calor en el interior, al menos parecía habitado. A mis preguntas al aire, una atractiva mujer, en el inicio de sus sesenta, apareció tras una puerta.
-Estamos cerrados hasta verano, ¿quería usted algo?
-Bueno, me gustaría comer cualquier cosa y una taza de café, con este frío afuera…Dije tratando de pronunciar mi mejor noruego del norte, pese a los años de ausencia.
-Bueno, siéntese, veré qué le puedo traer, un sándwich tal vez.
-Cualquier cosa, no se moleste mucho.
Regresó a los 5 minutos con mejor gesto y algo verde asomado entre dos rebanadas de pan tostado junto con una taza de café.
-Bueno y ¿qué le trae por Spannsholmen?, ¿si no es indiscreción?
-Oh! Disculpe, soy Olav Andersen, profesor en una universidad americana y … buscaba en esta zona, unas coordenadas para un estudio. Soy de por aquí, no exactamente, nací en Namsos, pero mis padres me llevaron con ellos a América siendo un chico. Mala época, de posguerra, ya sabe. Umm, no recordaba que hiciese tanto frío, aunque ahora vivo en una ciudad muy fría, Chicago, también al norte.
-Ya; es diciembre. Hace días que no vemos el sol. Contestó indiferente la mujer.
-Me ha llamado la atención una cosa, disculpe, ningún reloj del salón tiene la misma hora.
-Bah! Dijo ella con un gesto de desdén. - Por más que lo he intentado, nunca funcionan bien, ningún aparato eléctrico por aquí. Los fantasmas, jaja.
Sobre mi mesa, tintineaban sin parar los dos cubiertos, empezaba a ser muy evidente donde me encontraba, en el centro orgánico de mi investigación geológica. De saber algo sobre el posible interés de mi visita, se estaba mostrando cauta.
-Pues es usted la segunda persona que conozco desde que llegué esta tarde de Trondheim. Dije tratando de ocupar el tiempo y obtener más información. La primera, fue un hombre mayor, un poco extraño, en la isla, al otro lado del puente.
-Ah! El viejo Markus, vive allí solo, los servicios sociales no consiguen convencerle de que abandone su cabaña. Afirmó desdeñosa.
-¿Siempre vivió allí ese hombre?
-Sí, una triste historia. Un avión alemán que rastreaba submarinos en el fiordo, se desorientó y chocó contra su casa, murió toda su familia. Bueno, más le hubiese valido morir también entonces, enloqueció el pobre.
Me ofreció otro café y ya había empezado a recoger mi plato cuando añadí:
-Pues curiosamente, el anciano no se separaba de una caja roja, como de galletas, que llevaba así, contra el pecho.
-¿Una caja metálica? De repente gritó la mujer en un tono alarmado.
-Si, una caja metálica roja, lo vi bien, eso dije.
-Maldito viejo loco, ¡era verdad! Salió gritando tras recoger su abrigo. ¡Conseguirá que nos maten a todos, a todos!
-Pero ¿qué pasa? Perdone, ¿dije algo inconveniente? Y salí tras ella. Fuera, un viento glacial soplaba húmedo y con fuerza.
-Señora, por favor, si va a atravesar el puente –grité hacia su ventanilla-, ¡hay un ciclo de nueve olas, espere a la más grande antes de cruzar y acelere. Acabo de venir de allí y cubrían el puente!
Inútil. Arrancó enfurecida y segundos más tarde su diminuto Daewoo, era barrido por una ola a poco de alcanzar la cima. El mar, frío y agitado, no le daría la menor oportunidad de sobrevivir. Busqué con desesperación alguna posibilidad de rescate desde la playa bajo el puente, pero ni rastro del coche o de su ocupante. No era el primer lugareño que daba su vida por alejar la codicia de sus tierras. De hecho, en todas mis investigaciones había encontrado siempre un hermetismo cómplice en los habitantes de zonas marcadas como peligrosas para la navegación. Era obvio, que el viejo y su pequeña posesión, eran algo a ocultar de la ansiedad de los visitantes y más aún de científicos sospechosos de hablar su mismo idioma.
Yo acababa de representar ese peligro que le costó la vida a mi cautelosa anfitriona, que de cualquier manera quería silenciar y arrebatar al anciano las pruebas de algo, que podría acabar con la paz de sus vidas. Me sentí muy afectado, pero si estaba en lo cierto y el viejo me mostraba alguna prueba de lo que había venido a buscar, pondría punto final a un enigma que había causado innumerables bajas a la Humanidad y, también, las más ingeniosas fabulaciones. Marqué el 911 e informé a la policía de lo sucedido y de mis datos personales. Esperarían probablemente al amanecer para inspeccionar con un helicóptero, hubiese sido suicida anticiparlo con esa tempestad.
Tan pronto como hubo amanecido, crucé el puente decidido a charlar un rato con el viejo Markus. Lo busqué durante un par de horas por la isla, mientras la policía me pedía por teléfono que regresase al hotel para el atestado. Al fin di con él, más bien con su cadáver; parecía haber muerto de frío, con el rostro, aún con ese infantil gesto del primer encuentro, cubierto de escarcha y una pierna dislocada como por una caída; y no lejos de su bonita cabaña cubierta de césped, frente a lo que debió ser una gran mansión familiar. Separé la caja roja de su regazo y la abrí con cuidado, algunos sobres amarillentos que parecían ingenuas cartas de amor, unas fotografías de familia y chicos jugando en la playa, y, de repente, ante mí , aparecieron las tres muestras más evidentes de cuanto había buscado durante treinta años de mi vida como investigador, en los vórtices más peligrosos de Bermudas, Japón o Formosa.
Esperé unos días, para formalizar ante el juez mi testimonio por ambas trágicas muertes y tras algunas nuevas mediciones, me dispuse a regresar a mi nueva tierra, consciente de que mi investigación había terminado, con la plena confirmación de mis hipótesis.
El juez, un hombre maduro, on acento de la zona, y como todos los de aquellas tierras aisladas, con firmes principios y pocas ambiciones materiales, tras finalizar los trámites, pidió quedarse a solas conmigo. Me dijo que había leído mi ‘discreta’ declaración a la policía y recibido información de su embajada sobre mi persona y trabajos y que, en consecuencia, intuía claramente el motivo de mi visita. Pero que si era consciente de que la agitación causada con mi presencia, ya había causado dos muertes en un solo día, esperaba de mi lealtad a esa tierra y a esa gente, evitarles un sufrimiento mayor. No pude decir más que un sincero y afectado ‘lo siento’, y que estaría a su disposición para cualquier trámite adicional.
El viaje de regreso, vía Nueva York, se me hizo muy largo. A ratos se podía ver ese mar peligroso y voraz que tantas vidas se había cobrado, quién sabe de verdad cuántas, en los mal llamados triángulos de la muerte. Ante mi desfilaban las fotos tantas veces contempladas de los barcos desaparecidos, con su pasaje y tripulaciones, sin dejar el menor rastro ni consuelo a sus familiares.
Ahora ya disponía de la explicación científica, por la que había luchado tantos años, desde que mis padres insistiesen en traerme a Chicago y desde que un profesor algo chiflado, me enrolase en la primera investigación del temible Vórtice de Marysburgh: aquellas tres muestras del más potente mineral de neodimio magnético que hubiese visto en mi vida, capaz de desafiar la ley de la gravedad, autosustentarse en el aire y avanzar kilómetros con un leve impulso.
Poco importaba la elevada radioactividad del mineral, lo más temible era su capacidad espontánea para polarizarse y desgajar así el fondo del mar, abriendo gigantescos sumideros por los que tragar en sus surcos centrípetos, buques completos y aviones, para guardarlos en las entrañas de la tierra, donde nadie volviera a encontrarlos.
Se acercaban los días de navidad y mi hijo, junto con su cariñosa esposa y los nietos, me esperarían en el aeropuerto de O’Hare, para devolverme a casa; la misma que ocuparon mis padres y que a partir del año nuevo, sería ya de mi hijo. A mí, me bastaría con el estudio que me había fabricado sobre el antiguo garaje y donde les tendría siempre cerca.
Días más tarde, Robert J. Zimmer, presidente-rector de la Universidad de Chicago, me recibía formalmente en su despacho.
-Enhorabuena, Olav, creo que has dejado muy alto el pabellón de esta Universidad con la confirmación de tu tesis, he hablado con el Claustro, y queremos proponerte para el próximo premio Nobel. ¿Qué te parece la noticia, mi querido profesor? Serías nada menos que nuestro Nobel número 86.
-No sabes lo que me enorgullece tu propuesta, Robert, agradéceselo al resto del Claustro, pero tengo otras ideas. Dije con la mirada baja.
-Otras ideas, ¿mejores que un Nobel? Jajajá, tendrás que contármelas, Olav.
-No voy a publicar la tesis, Robert.
-¿Estás loco? Es toda una revolución geológica.
-Escucha Robert, yo nací en aquella tierra y he visto cómo la gente que la ama, muere por ella. Una vez, con grandes sacrificios, la salvamos del ejército alemán, y ahora he decidido salvarla del ejército de buscadores asiáticos que la destruirían. Robert, lo he pensado bien, no hay tecnología para gestionar ese conocimiento, solo generaría muerte y codicia, debe permanecer guardado y, si es necesario, -hice una breve pausa para enfatizar -, moriré con él.
-No comprendo lo que pretendes. Dijo el rector ya en tono enojado.
-Robert, -dije poniéndome en pie y con solemnidad -, tras esta entrevista, en la que te agradezco todo tu apoyo, me espera un viaje de vuelta a una isla en la que quiero alquilar una sencilla cabaña desde la que vigilar un tesoro.
-No entiendo, Olav, ni siquiera me has dicho en qué consiste ese tesoro geológico.
-Apenas es nada, una caja roja de metal con unas cartas, unas fotos y unas piedras, cosas demasiado especiales, que dejé enterradas en la playa.
Abracé al sorprendido Robert y abandoné aquel magnífico edificio, por cuyo honores hubiera ofrecido, tiempo atrás, toda mi carrera, antes de admitir mi propia responsabilidad en el devenir de un planeta cuyo verdadero progreso requería, ante todo, prudencia y respeto.
Galo Mateos.- 24/12/2011
El vórtice de Spannsholmen
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